31 oct 2010

Cambio horario

Nada, que hoy tenemos una hora más por todo el morro. A finales de marzo nos la quitarán. Vamos, que esta madrugada se ha acabado el “Horario de Verano” y nos hemos metido de lleno en la cruda realidad invernal. Mi reloj fisiológico no ha detectado que hoy teníamos “una hora más” y me ha despertado a la de siempre; malditos relojes.

De siempre ha habido relojes. Los zigurats mesopotámicos eran relojes; según donde daba el sol en la escalera estábamos ante una hora u otra. Los egipcios, hacia el 1.500 aC, inventan el reloj de sol, el setjat y la clepsidra: el setjat era portátil y marcaba la hora, con el sol; la clepsidra se podía complicar tanto como se quisiera: sólo necesitaban agua y vasijas en mayor volumen y cantidad. La Biblia, por su parte, cita el “cuadrante de Achaz” como primer reloj, pero… Vamos, que los mesopotámicos inventaron el concepto “reloj” que perfeccionaron los egipcios y propagaron griegos y romanos.

Lo de la hora y su uniformidad no fue una necesidad hasta que el ferrocarril se impuso; hasta entonces el tiempo “era relativo”; no había prisas. No obstante la gente que quería saber la hora más allá del estómago, o bien tiraba de sol o bien de agua, cuando era de noche o se estaba en el interior (los tribunales griegos y romanos usaban relojes de agua para los turnos de palabra).

Pero para hora, lo que se dice horas, las horas solares: eran un coñazo. No siempre duran lo mismo. En función de la latitud (altura del sol sobre el horizonte en un punto dado, a mediodía) para nuestro entorno levantisco la hora solar invernal está por los 45 minutos y la veraniega por los 75.

No obstante, el hombre antiguo se las ingenió como pudo para medir el tiempo y dar sentido a ciertas cosas. Y para eso ahí estaba el reloj de pies: paso a paso marcabas pies en el suelo, te quedabas quieto al principio y medías tu sombra sobre las marcas de los pies. Había tablas que te daban la hora. Hay marcas de un reloj de pies en la ancestral iglesia de San Pedro de la Nave (Zamora) o en el Partidor de las Acequia del Port, en Atzeneta, en el Puerto de Albaida, para las tandas de riego. También había reloj de misas que era un reloj de sol con las horas canónigas, habitualmente en las fachadas meridionales de las viejas iglesias. Y, cómo no, el muy conocido reloj de sol.

El reloj de sol ha sido el más popular de todos -adoptaba las más y más raras posturas- y sin embargo, con sol, siempre marcaba algo. En Roma, en el año 10 aC el emperador Augusto, en el Campo de Marte, mandó construir el más grande del que se tienen noticias. Como gnomon colocó el Obelisco de Psamético II que se había traído de un viajecito a Egipto. Marcaba su sombra sobre una grandísima plataforma de travertino (la típica piedra ornamental de las edificaciones romanas). El obelisco aquél se partió y hoy está en la Piazza de Montecittorio. Del Horologion Augustii se conserva además la línea del Meridiano en la Piazza del Parlamento. Sea como fuere, parece que “iba retrasado” en el año 70, según cuenta Plinio el Viejo. Yo a Roma voy al Trastevere y ver lo que queda de esta joya; para el Coliseo ya están las pelis de romanos. Y a Berlín fui a ver la mayor clepsidra que existe: el reloj de agua del Europa Center (de 1982, pero…), frente a la iglesia rota del Kaiser Guillermo.

Los relojes de sol son un mundo. Marco Vitrubio Polion (siglo I) en su Tratado de Arquitectura dedica el Libro Noveno a la Gnómica (el arte de diseñar relojes de sol) mediante el analema, una especie de “8” alargado y tumbado, en dirección NW-SE (en el planeta Tierra, porque en Venus tiene forma de gota de agua) que nos indica la posición del Sol y… deducimos la hora.

San Benito, por su parte y para la Cristiandad en el siglo V, dividió el día en 7 periodos: maitines (media noche; luego no entiendo eso de las reuniones de maitines a las 9 de la mañana), laudes (3 AM), Prima (6AM), Tercia (9 AM), Sexta (12 h; mediodía), Nona (15 h; comiendo), Vísperas (18 h) y Completas (21 h… y a la cama). Aburrido y monótono, pero era lo que había.

Pero bueno, volviendo a lo del horario y el cambio de hora, que me pierdo por los cerros de Úbeda. Fue Benjamin Franklin (el del pararrayos y cientos de inventos más) en que estando en París se dio cuenta del despilfarro en velas por la manía de no aprovechar las horas de sol, allá por 1874. No propuso cambiar la hora, pero sentó el precedente para que comenzara el debate de si cambiamos la hora. En realidad, no será hasta 1905 -casi ná- cuando William Willet empezara con la monserga de cambiar la hora para el verano (y viceversa, cuando estalla la primavera) para ahorrar carbón. Aquello sí que fueron debates: que si sí, que si no; estas son las ventajas, aquellas las puñeterías… y así pasaron los años y estalló la IGM… y en medio de aquél lío de tiros, bayonetas y gases venenosos van los alemanas e implantan el “Horario de Verano” el 30 de abril de 1916. En nada los ingleses hacen lo mismo. En fin, cambiaron de hora para matarse mejor. En 1917 lo hicieron también los rusos -no estaba bien eso de matarse a distintas hora- y en 1918 los yankees. Cuando acabó la IGM todos se mataban a la misma hora.

Muerto el perro se acabó la rabia, en 1919 todos volvieron al horario primero (¡ya no había nadie a quien matar!). ¿Todos? No, Inglaterra siguió con él, unos años sí, otros no.

Pero el debate civilizado continuaba magnificando las ventajas del ahorro energético veraniego hasta que estalló la 1ª Crisis del Petróleo (1973), le vimos las orejas al lobo, y en 1974 casi todo el planeta lo aplicó. España fue diligente esta vez.

Ahora, lo tenemos reglamentado para la UE desde 1981, y desde 2001 la 9ª Directiva dice que el último domingo de marzo entra en vigor, y el último de octubre nos dice adiós. Así pues, bienvenidos al horario de invierno, un mal que cinco meses dura.

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