7 dic 2010

Veranos en "Lo Reche"

Qué largo se me va a hacer este puente. Tengo el “hotel Benidorm” lleno y… tanta familia me ha hecho recordar momentos fascinantes del ayer. Con estos tortazos al termómetro que no dejan subir el mercurio, me he acordado del calor de los buenos veranos de aquellos primeros años de la década de los sesenta al compás del, en general, buen tiempo benidorm.

Los veranos de mi niñez fueron en “Lo Reche, finca Riquelme”, que decía aquél cartelín en el camino de Las Pavanas, según se venía desde La Murada (dicen que Muro d’Oriola) tras pasar por la Virgen del Camino (recuerdos de una estancia en León de un alto clérigo orcelitano). Eran veranos de absoluta libertad en “traje de Adán” (sólo un bañador y unas sandalias de goma), montando todo el día en bicicleta, de aquí para allá, desde el Alto del Torno al puente del canal. Alguna escapada hasta la Casa de la Palmera (la más bonita y antigua de la finca), a la cañada Arróniz a por cantueso, al Novalío por hinojo, a la Casa Grande… Ir hasta Los Rocamora, Los Vives y Los Rubira suponía una llamada de atención por la osadía ciclista (que podía llegar hasta las estribaciones de El Agudo), pero no por otra cosa. Por aquellos años la pareja de la Guardia Civil, también en bicicleta, era marchamo de tranquilidad. Se acercaban cada tarde a darle un tiento al “botijo de paloma”, que siempre esperaba a las gentes que había hecho jornal en Lo Reche, y dar novedades. Yo soy orgulloso nieto del Cuerpo.

La tradición mandaba: nada más pasar San Fernando había que preparar el verano. Para ello había que ir a La Murada a por botijos (uno era para paloma), sombreros de paja, alpargatas, sacos, cordeta y demás avíos de cosecha y estancia. Era la tradición. Y a ver a Luis el carnicero…. y a un sitio donde vendían “coyotes”, que era el helado favorito de por aquél entonces. A Lo Reche llegábamos al compás que el mes de junio… y hasta finales de septiembre. Abuelos, tíos, primos y un sinfín de gente más. Unos días antes de marcharnos, ya por septiembre, teníamos prohibido destronarnos piernas y brazos para evitar llegar a los respectivos colegio llenos de “mataduras”. De poco servía.

Días grandes eran San Juan, San Pedro y la Virgen de Agosto. Los domingos íbamos a misa en carro; ¡qué aventura! Sillas en los costados y “Candiles” a las riendas. El coche, aquél Gordini de mi padre, era para ir a comprar y a la playa. Por San Pedro la fiesta se montaba en la Casa Grande, que fue del Marqués de Lacy y tenía almazara, cuadras, cercados, pozos y balsas y… ermita dedicada al santo… y hasta fantasma, decían; por eso nadie vivía allí. Era impresionante el casoplón; tenía escudo de armas, torreoncillo y saeteras.

Nada más instalarnos en la Casa del Canal (cada casa estaba “georreferenciada”, ¡qué gozada!) a mi madre le crecían unas alitas en la espalda e iba todo el día levitando por aquella casa, con sus plantas, su aljibe y las cosas del campo. A mi padre le salía la vena intelectual y debajo de un frondoso garrofero tenía instalado el set de oposiciones: una mesa, una silla, un cajón a modo de mesa auxiliar y un botijo; de sol a sol, con luz natural y paradiñas reglamentarias. Dos veranos geniales, dos oposiciones a Abogacía del Estado y Cátedra de instituto; estos padres eran así. Fueron sólo dos veranos de oposiciones, pero casi una década veranos en el campo; sin lugar a dudas los mejores.

Yo me los pasé bien todos: bicicleta para arriba y para abajo, por caminos y costeras, informando del estado de los márgenes, de la tanda de riego, del tractor… y llevando botijos de agua a las cuadrillas que iban a por la almendra, la garrofa, los melones, la oliva, la granada, la uva, el limón, los higos, las peras, el membrillo… Al llegar el membrillo se acababa el verano con el palizón que se daban por hacer dulce de membrillo… y recoger los últimos higos puestos a secar. Aprendía a distinguir alfalfas mora y cristiana; camarrojas y corregüelas, comer lizones y jínjoles, coger ranas con potera y hasta a qué hora había que ir a por higos chumbos o de pala.

Luego la cosa se jodió y vino lo de ir todo el santo verano a la playa, a Torrevieja. Yo ya le había cogido manía. Y es que algunos días nos íbamos a la playa desde Lo Reche. Aquello significaba madrugar, casi una hora larga de coche, llegar a la playa, aparcar, descargar media tonelada de impedimenta entre sombrilla, sillas, albornoces, fiambrera y nevera; formar un campamento con las tías y primas, bañarse en manada, comer con arena, sestear de manera inmunda y volver extenuados al campo tras haber desmontado aquél campamento de lonas, y otra media hora larga de viaje, donde la arena te picaba por todas partes. Menos mal que el operativo playero terminaba con chapuzón en el canal de Riegos de Levante, sabiamente acondicionado entre dos partidores.

Aquél canal era una delicia, mi piscina olímpica. Largo, muy largo; estrecho, muy estrecho; sin olas (obvio), con poca corriente, y por lo general hacías pie. El agua, de Los Suizos, era transparente y fría. La mugre acumulada sobre el traje de Adán aportaba la materia orgánica imprescindible para la buena fertilización de las tierras, aguas abajo, lo que era agradecido. Cruzabas el canal por una tabla frente a la caseta del guarda, donde dejabas las cosas al ser el único punto con piso de cemento más allá de los mínimos bordes del canal. Lo dicho, aquél canal fue el más fantástico parque de agua del mundo mundial y “El Tahúllas”, el más genial de los guardias.

Y al canal íbamos especialmente cada tarde de sábado, comandados por mi padre, al grito de “¡a lavarse que viene la tía Marité!”, toda la retahíla de nietos que pasábamos los veranos en aquél invento que era Lo Reche. Y es que cada sábado, al caer la tarde, tras pagar mi abuela los jornales, se montaba una fiesta que no veas y subía toda la familia hasta bien entrada la noche y a base de cosas de brasa, fritos con tomate, buen pan, y un ajo, amarillo (“entreverao” de verde) que volcado el mortero se mantenía en su sitio. El limón y la fruta la cogías del árbol. El vino, la cerveza Cruz Blanca (luego hubo que llamarla Skol) y la Spur-Cola llegaban de Bodegas Pomares. La Coca-cola, como la luz eléctrica, tardó en aparecer por allí. La iluminación iba a base de camping-gas; y a carburo el cañón que espantaba los pájaros en el parral.

Al final, eran noches de historias, aventuras y cuentos con café de colador, “coñá” de bodega y algo más que nos darían a los enanos, mientras admirábamos todos al legendario tío Rafael (tío-abuelo mío que fue) que contaba sus viajes de auténtica aventura, sus negocios increíbles y sus vivencias apasionadas en medio mundo. Si lo hubiera conocido Berlanga, “La Vaquilla” hubiera tenido secuelas. Siempre terminaba con que “no había nada como el queso francés, el güisqui escocés, la salchicha alemana y el botijo español”, mientras maldecía en arameo (o qué se yo) y contaba unos chistes que no nos dejaban oír.

Un día, trasegando barbachas y serranas cocinadas por mi madre de forma genial, nos contó lo del “botijus pijus”, el botijo con pitorro en forma de falo, de origen romano. Mi padre, erudito en lo latino, dudaba hasta del nombre, pero… no iba a contarle al tío Rafael lo del término “buttis” y la derivación “butticula” para el artilugio. Pero en lo demás, no iba desencaminado el tío Rafael. Un día, en el Museo del Botijo de Toral de los Guzmanes (León), me encontré una cita que atribuía origen etrusco al “invento”. El tío Rafael casi acierta; los etruscos fueron pelín anteriores a los romanos. Pero este apunte lo dejo para cuando un día de estos en “Hispania” metan otra pata histórica… que meterán.

¡Qué maravillosos veranos los en Lo Reche!

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