6 ago 2014

DE MI PASIÓN POR EL VINO MANZANILLA (I)


Todo comenzó un buen día, a mediados los Ochenta, cuando me tocó ir a entrevistar a un alcalde que había puesto un cartel en su pueblo y que contrarió notablemente al Gobernador Civil de turno; fue noticia. Aquél alcalde, aunque parezca de chiste, había puesto el cartelón de “Si el agua rompe los puentes y abre los caminos, ¿qué coño no hará con sus intestinos? ¡Consuma vinos del Condado!

Aquél alcalde es hoy un personaje de la política andaluza y todo terminó anulando el malsonante “coño” del cartelón, lo que reducía -mínimamente- la extensión de la pregunta, pero no mermaba el impacto exponencial de la cuestión. Por narices me interesé por el alcalde (un tipo simpático) y por los Vinos del Condado (de Niebla, Huelva). Yo, conste, quería preservar mis intestinos… y seguí con las cervecitas de rigor. No soy mucho de vinos. No.

Total, que descubrí los Vinos del Condado y hasta me contaron que el vino Manzanilla, el famoso de Sanlúcar de Barrameda, era originario de la localidad de Manzanilla (Huelva), en aquellos días; que ahora Manzanilla está plenamente dedicada al cultivo del girasol y del olivar de aceituna de aceite. Pero en el XV y mucho antes, me insistieron, era productora de vino.

Y a mí, que me gustan esas historias, se me quedó la copla. Regresé a la base de la emisora con esa cantinela.

A los pocos días, en Ayamonte, Alejandro Cendeño, en “El Costalero” -entonces un bareto de medio pelo pero simpático a más no poder y que estaba metido en una callejuela frente a la Iglesia de las Angustias- tras trabar amistad de la copita de cada día, me animó a probar el vino y me contó mil y una historias de aquellas tierras y de aquél vino. Me gustó el Manzanilla y su historia. Eso sí, me insistieron en que aquél vino no salía de esa parte de Andalucía (Huelva-Cádiz-Sevilla) porque en cuanto pasaba Despeñaperros -o se acercaba a Levante- “se remontaba” y ya no era lo mismo. Por eso me enseñaron a leer en las botellas lo de lotes, sacas y días para beberla en su punto.

Pero yo soy de cervezas y los vinos blancos, pensaba, era mejor que pasaron a tener burbujas de cava. Estaba equivocado; lo sé. Y así pasaron los meses y los años y dejé aquellas tierras andaluzas en una nueva andadura profesional. Pero quedó el regusto y la historia del Manzanilla, con las palabras de Cendeño, rebotando de neurona en neurona.

Mi verdadero interés por el vino Manzanilla comenzó nada más despuntar el siglo XXI. Pasó el tiempo y un buen día sureño -en Sanlúcar; faltaría más- me ofrecieron una “caña” de manzanilla en rama ‘La Kika’ (viejas soleras de la moderna Bodegas Yuste) y mi interlocutor me contaba que ese vino había comenzado con la vieja manzanilla ‘Señorita Irene’… como si yo, profundo lego en la materia, supiera algo del existir de aquél u otro vino así.

velo de flor en una barrica de Manzanilla
Aquella conversación del XXI me trajo a la memoria, una vez más, el profundo saber, en el XX, de don Alejandro Cendeño -quien me iluminó el camino del Manzanilla en Ayamonte- y me dejé llevar. “El Manzanilla es un vino con secreto”, me dijo mi nuevo interlocutor; y el secreto, recuerdo también de las palabras de Alejandro, es el velo de flor (“un suave mantillo de levaduras típicas de la zona que impiden el contacto del vino con el aire”)[1] que no dejan al oxígeno interactuar con el vino. Y eso, insistían uno y otro, sólo ocurre en Sanlúcar, Sanlúcar de Barrameda; que en Jerez y en El Puerto, El Puerto de Santamaría, ese velo desaparecer, al menos, una vez al año (por verano); incluso otra por invierno. Y el resultado, pues, no es el mismo. En Sanlúcar es Manzanilla y en Jerez y El Puerto es Fino.

Cuando dejé Andalucía en el 87 estaba convencido de que la Expo’92 no se inauguraría… en el 92. Tantas obras en el “Tapón de Chapina” había cubierto informativamente y tanto estropicio en el recinto de la Expo que nunca imaginé que saliera como salió. La réplica de la nao Victoria se les hundió a los 20 minutos de botarla; ¿no se acuerdan? Yo sí, aunque eso fue ya en el 91.

Y como aquella tierra tira, con todo aquello del 92, volví a la zona y a reencontrarme con Alejandro en Ayamonte. Ya estaba muy ‘cascao’, pero seguía feliz y me reconoció. Sus historias (y los chistes que contaba de Ofito, el lepero) eran cada vez mejores. A pesar de sus años aún le daba al vino y me seguía llamando “Levantisco” porque yo era de Alicante, que está en Levante. “Así es como llamamos a todos los que de allí venían y vienen a la Almadraba”. Y yo empezaba a tener claro lo de la Almadraba, pero no lo del vino. Por allí andaba un alcoyano, en la Aduana, que no era Levantisco porque Alcoy no era de lugar de mar.

Entre una y otra visita a Alejando -y he podido comprobarlo (Diario de Jerez, 19.05.1988)- un profesor de Historia Económica de la Universidad de Sevilla, eminencia en el comercio indiano -Lutgardo García Fuentes-, había fijado el origen del vino Manzanilla en la localidad onubense del mismo nombre: Manzanilla. Era lo mismo que mantenía Alejandro que no era más que un erudito local.

¿Y qué tiene que ver Manzanilla con Sanlúcar? Pues que el vino de Manzanilla bajaba hasta Sanlúcar donde esperaba la salida para América… y en Sanlúcar se producía “el milagro” de transformar un vino timorato y juvenil en un vino especial. Los vinos de Manzanilla (Huelva) bajaban por el río Guadiamar (último tributario del Guadalquivir) a Sanlúcar; desde el puerto del Caño de las Nueve Suertes (por Villamanrique de la Condesa) al puerto de Bonanza, hoy barrio de pescadores de Sanlúcar. Y así lo cuentan muchos investigadores modernos más para corroborar a don Lutgardo y darle la razón a Cendeño, que en Gloria esté, que feliz estaba porque había tenido noticias de lo del profesor García Fuentes leyendo el periódico.

Pero por mucho que el origen del vino Manzanilla fuera onubense, el vino terminaba su crianza en Sanlúcar de Barrameda donde se obraba “el milagro”. Y con el tiempo y amparándose en la variedad palomino fino y en tierras albarizas enmarcadas por el triángulo Sanlúcar-Jerez-El Puerto todo aquél potencial vinícola pasó a la margen izquierda del Gudalquivir y se enseñoreó de las albarizas gaditanas. Luego, el particular microclima sanluqueño hicieron el resto. Finalmente llegaron los bodegueros de Castilla la Vieja y de más allá que crearon las bodegas, oreadas frente a Doñana y cerradas a los vientos africanos, a base de excelentes soleras. El mimo en el cuidado del vino, los correctos trasiegos y la templanza de los capataces oficiaron el resto.

Y cada vez que puedo, y no soy nada de vinos, me acerco a Sanlúcar -epicentro del Manzanilla- a disfrutar del vino Manzanilla. Me gusta; y más allí. Y un verano más, tras intervenir en paneles y mesas redondas de Cursos de Verano volví a Sanlúcar de Barrameda a seguir mi “investigación” del vino Manzanilla.

Inventariadas -en incursiones anteriores- unas cuarenta bodegas (tal vez sean 39 ó 41) con uno o más caldos específicos cada una de ellas, era ya momento de proceder a bucear en sus interioridades. Aquí ya falló un poquito mi previsión, más que nada porque el vino genera sus efectos y hay que seguir operando desde “El Faro Blanco” a medio día, o desde el “Armacén Barbiana”,  la “Taberna Cabildo”, “Casa Balbino”, “Casa Juanito”, el “Poma” o “Casa Bigotes” al ponerse el Sol… y es que había momentos matinales, a la salida de la bodega, en que uno debía poner fin a la cosa porque el reloj las dos de la tarde y aún quedaba mucho del día.

Ya les cuento.


PD.- Dedicado a mi amigo Luis Escobedo que sí gustaba de los vinos





[1] Estos microorganismos metabolizan por un lado el oxígeno, lo que supone una disminución del grado alcohólico a lo largo de la crianza, y por otro, la glicerina, hecho que repercute notablemente en el sabor del vino, pues acentúa su carácter seco, y salino y equilibra la sensación de acidez en boca. Nna vez agotadas por tan rica y prolífera existencia sobre el vino, mueren y se desprenden del velo vivo, cayendo al fondo de la bota. Allí se van disolviendo lentamente, reintegrando su contenido al vino: vitaminas, aminoácidos, proteínas, enzimas, etc.  Las levaduras consiguen el milagro de transformar un blanco joven corriente y sin apenas interés organoléptico, por las exiguas calidades de las variedades de uva con las que se elabora (palomino fino), en un vino genuino y de categoría internacional.

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