3 mar 2017

DEL TIEMPO Y SU PREVISIÓN



Ahora vivimos, casi, pendientes de la previsión meteorológica de la tele, de la radio, de la prensa y de las redes sociales. La instantaneidad y la mejora de las predicciones, en base a modelo informáticos, es el pan nuestro de cada día. Pero eso es de este siglo, e incluso de buena parte del pasado.

Y antes, ¿qué hacían?; ¿cómo podían vivir aquellas gentes del XIX -y del XVIII, del XVII, del XVI….- sin saber lo que les depararía el tiempo?

Pues resulta que tenían sus sistemas.

La ciencia -mejor, la cábala- de sus pronósticos estaba en aprender y retener los refranes que recitaban de generación en generación (como este del XIX: si la corneja va rasante, saca bufanda y guante) a través de observar y colegir lo que ocurría con el sol (en nacimiento y ocaso), las fases de la luna, la disposición del cielo, la evolución de las nubes a lo largo del día, el vuelo de los pájaros (ya saben que si el grajo vuela bajo es que hace un frío del carajo, pero eso tiene hasta su explicación científica de integrales térmicas) y el comportamiento del bestiario de labor y los animales domésticos; incluso el agua de los pozos (turbidez y temperatura), el sonido de las campanas de las iglesias (por la ionización del metal que -ante viento y lluvia- me dicen altera el tañido) y el comportamiento de alguna especies vegetales de tallo largo.

No tenían un Mariano Medina (por Dios; ¡qué antiguo soy), ni una Mónica López, ni un Roberto Brasero, pero ya tenían sus refranes y sus vivencias vivenciales.

Y antes que los refranes, estaban las Chronographias (cronografías) que a modo de diccionarios de la antigüedad (ya eran populares en el siglo VI) describían los tipos de tiempo y sus consecuencias. Astrología, Astronomía e Historia servían para compaginar una estructura meteorológica que marcaba la pauta de la agricultura y la ganadería. Con el tiempo pasaron a denominarse Repertorios de Tiempos y describían los preámbulos meteorológicos y las consecuencias de los mismos. Y, a buen entendedor… Si Puig Campana porta capell, pica espart i fes cordell… a resguardo, porque va a llover.

Aquello del XVI, XVII, XVIII y parte del XIX sí que fue un “cambio climático”; cuando el río Ebro se congelaba año sí, año también; por ejemplo. Los veranos se hicieron cortísimos (claro; por eso tardaron en inventar el veraneo y el turismo); y, por el contrario, los inviernos larguísimos (y más en la Bardena del Rey -las Bardenas Reales- con 9 meses de invierno y 3 de infierno). Las sequías, especialmente las primaverales, estaban a la orden del día (la contumaz sequía no es del siglo XX) y eran interrumpidas por episodios de torrencialidad sin parangón: a las inundaciones las recordamos por el santo del día: la de San Policarpo (26.01.1626; río Tormes dejó Salamanca en paños menores) y la de Santa Teresa (15.10.1879; Río Segura dejó todas sus vegas a la virulé), etc.

Ahora, que tan “concienciados” que estamos ante este “cambio climático” que nos acosa se nos hace tedioso pensar en aquellos ciudadanos del mundo, que desde el siglo XVI -nuestro Siglo de Oro, principalmente; en realidad, siglo y medio- estuvieron viviendo la Pequeña Edad del Hielo que se prolongó hasta cuando Napoleón, derrotado por el general Invierno.

El Eugenio Martín Rubio, el Paco Montesdeoca, el José Antonio Maldonado, el Manuel Toharia del Siglo de Oro fue un sevillano: Jerónimo de Chaves (1523-1574; aparece muchas veces como Jerónimo de Chávez). Catedrático de Cosmografía de la Casa de la Contratación de Sevilla en su Chronographia de los Tiempos (1545, la 1ª Edición) fue de capaz de aconsejar sobre todo tipo de prácticas en función de la previsión de elementos que auspiciaran un tipo de tiempo en concreto y proponía actuaciones aplicando sus propuestas tanto a la agricultura, como a la ganadería, como a la pesca e incluso a la medicina: señalaba hasta los días críticos de las enfermedades. Contó con tanto acierto y predicamento sus previsiones meteorológicas que el mismísimo Felipe II apoyó la publicación de varias ediciones de su obra.

La previsión de los cambios de los tiempos atmosféricos -las mudanças del tiempo, que señala Jerónimo de Chaves- los basaba en una relación de hasta 350 señales que advierten de los cambio de tiempo: “los olores, cuando son más fuertes de lo que suelen, denotan lluvias”, por ejemplo. Y en aquellos tiempos Mr. Proper/D. Limpio no estaba contaminando con su pestilencia química las miasmas del lugar. Por cierto: el “olor” a limpio no existe como tal. La ausencia de todo tipo de olor es la mejor prueba de la limpieza.

La verdad es que ya Aristóteles (~ 340 aC) explicaba cómo realizar observaciones meteorológicas y hasta especulaba con el origen de los fenómenos atmosféricos. Marineros y pastores, sin lugar a dudas, fueron los primeros “meteorólogos”: sol muy rojo, agua en el ojo. Hoy sabemos, desde unos estudios realizados en 1920, que en 7 de cada 10 ocasiones de “sol rojo[1]”, al día siguiente llueve.

En ocasiones, atender a la reacción de las plantas es fundamental: la pimpinela escarlata (Anagallis arvensis L) en cuanto presiente la lluvia cierra sus pétalos para mantener seco el polen. William Merle, en Oxford, entre 1337 y 1344 relacionó tipos de tiempo con parámetros naturales encontrando pautas de comportamiento… pero nadie continuó sus investigaciones. El trabajo era concienzudo y muy pesado; y tardo siglos en sustanciarse.

El mapa del tiempo no tiene más de doscientos años. En 1817 a Alexander von Humboldt se le ocurrió “inventar” la isoterma[2] cuando dibujó la línea que unía dos puntos de la misma temperatura. Y se puso a pintar líneas y líneas y líneas y a unir puntos… y con el tiempo ya empezamos a ver claro lo de las borrascas y todos eso que luego nos llevaría a la Circulación General del Oeste… pero eso es otra historia y hay que salir a estirar las piernas (fumar) que ha dejado de llover y se ha quedado una noche fresquita (12’5ºC en mi ventanométrico).











[1] Sol Bronce: Sol rojo sobre un cielo salmón sin nubes y teñido de una mezcla de colores indica lluvia, viento, tormenta, etc.
[2] Línea que une los vértices, en un plano cartográfico, que presentan las mismas temperaturas en la unidad de tiempo considerada.

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